Por Adrián Avilés Cabanilla
El informe del Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, pone el foco en un aspecto muchas veces olvidado. El sufrimiento de las familias que quedan atrás tras una muerte ilícita. No se trata solo de la privación injusta del derecho a la vida de la víctima directa, sino también de las profundas consecuencias emocionales, sociales y económicas que soportan sus allegados, quienes, en virtud del derecho internacional, también deben ser reconocidos como víctimas.
Uno de los aportes más significativos del informe es la ampliación del concepto de familia. Ya no se limita únicamente a los vínculos consanguíneos, sino que incluye a las parejas del mismo sexo, las uniones de hecho y las llamadas “familias sociales”. De manera que esta visión busca superar exclusiones históricas y evitar que colectivos tradicionalmente discriminados queden sin la protección que les corresponde.
En el informe también se denuncia los múltiples obstáculos que enfrentan los familiares en su lucha por la verdad, la justicia y la reparación. Entre ellos destacan la falta de información clara, la escasa participación en las investigaciones y, en muchos casos, la exposición a amenazas y represalias.
La negativa de los Estados a reconocer sus derechos no solo perpetúa la impunidad, sino que genera un sufrimiento psicológico que puede llegar a considerarse trato inhumano o degradante, lo que se vincula directamente con la protección reconocida en el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
En contextos vulnerables, como los conflictos armados, la migración forzada o la privación de libertad, la situación de las familias se vuelve aún más crítica. Ejemplos claros como Ucrania o Colombia muestran cómo la pérdida de la persona que proveía el sustento económico lleva a muchas familias a situaciones de pobreza, exclusión y desprotección. Algo similar ocurre con los familiares de víctimas de feminicidios o de ejecuciones de líderes sociales, donde las mujeres y los niños son quienes cargan con el mayor peso de la pérdida y la estigmatización.
El informe recuerda, que la obligación de los Estados no se agota en prevenir las muertes ilícitas. También deben garantizar a las familias el derecho a la verdad, la justicia y una reparación efectiva. Esto supone adoptar medidas institucionales que fortalezcan la investigación, brindar protección frente a posibles represalias y reconocer jurídicamente a los familiares como víctimas. De esta forma, queda claro que no estamos ante un problema aislado, sino frente a un desafío estructural que interpela a los sistemas de justicia y a los mecanismos de protección de los derechos humanos en su conjunto.